En el tiempo de los antiguos dioses, el mundo ya había visto varias eras de creación y destrucción. Las generaciones anteriores de humanos habían sido barridas en catástrofes divinas que acabaron con la humanidad una y otra vez. Hartos, los dioses se negaron a hacer un quinto intento y le pidieron a Mictlantecuhtli que escondiera los huesos, con los que crearon a los hombres, en lo más profundo del Mictlán.
Solo Quetzalcóatl, un dios de gran poder y sabiduría, no abandono la tarea dada por su padre. Así que, emprendió su viaje hacia las profundidades del inframundo, guiado por su amor por la humanidad y la misión de darle vida una vez más.
Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, descendió desde el Monte Sagrado con paso firme hacia las profundidades del Mictlán, un lugar oscuro y laberíntico, lleno de sombras y ecos de las almas de los muertos. Mientras avanzaba, su luz contrastaba con la penumbra a su alrededor, y su sola presencia parecía iluminar los senderos polvorientos de aquel mundo de sombras.
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Salteo los innumerables obstáculos de los peligrosos niveles del Mictlán, cruzándolo en tiempo récord, como solo un dios tal poder podría hacerlo. A medida que se acercaba al lugar donde los huesos antiguos estaban custodiados, apareció ante él Mictlantecuhtli, alto y majestuoso, con su rostro cadavérico, decorado con huesos y símbolos de muerte.
Una mueca de burla cruzó su rostro al ver a Quetzalcóatl, quien con calma y respeto inclinó su cabeza para saludar. Mictlantecuhtli: “¿Qué hace un dios de los cielos en mis dominios? Aquí solo hay lugar para los muertos y sus huesos. Nadie de entre los vivos debe rondar por aquí.”
Quetzalcóatl: “Vengo en busca de los huesos sagrados, Mictlantecuhtli. La humanidad debe renacer, y para ello es necesario que estos restos regresen al mundo de los vivos.”
Mictlantecuhtli: “¿Los huesos? No son objetos que pueda darte, así como así, Serpiente Emplumada. Estos huesos son míos, han sido traídos a mis dominios y aquí permanecerán. Pero, si insistes en llevártelos, tendrás que demostrar que eres digno de ellos.”
Quetzalcóatl asintió, decidido a superar cualquier prueba que le impusiera el dios de la muerte. Sabía que no sería fácil y que Mictlantecuhtli pondría cada obstáculo posible para frustrar sus esfuerzos.
Con una sonrisa sombría, Mictlantecuhtli presentó a Quetzalcóatl un caracol grande y cerrado, sin orificio alguno, y le dijo: Mictlantecuhtli: “Si en verdad deseas llevarte los huesos, haz sonar este caracol. No es tarea sencilla, pues carece de abertura.”
Quetzalcóatl sostuvo el caracol en sus manos y lo observó con detenimiento. Sabía que el desafío de Mictlantecuhtli era una prueba de ingenio, no de fuerza. Entonces, con astucia, convocó a unos pequeños gusanos que se encontraban cerca. Los gusanos perforaron el caparazón del caracol, creando un agujero por el que el viento podía pasar.
Después, llamó unas abejas y las introdujo en el caracol para que sus zumbidos resonaran dentro de la concha hueca. Al final, el caracol emitió un sonido profundo y hueco que reverberó por todo el Mictlán. Mictlantecuhtli (enojado y algo sorprendido): “Astuto eres, Quetzalcóatl. Está bien, si tú quieres ve y toma los huesos.”
Quetzalcóatl tomo los huesos sagrados y se marchó. Cuando comenzó su ascenso hacia la salida del Mictlán, con los huesos bien asegurados, Mictlantecuhtli lanzó una última trampa. Ordenó a sus guardianes y criaturas que cavaran un abismo e hicieran tropezar al dios.
A medida que ascendía, Quetzalcóatl fue asediado por ráfagas de viento helado y susurros de los espíritus que intentaban desestabilizarlo. Finalmente, en un instante de distracción, Quetzalcóatl tropezó, cayendo en un imponderable pozo que acabo con su vida.
Los huesos también cayeron al suelo, rompiéndose en fragmentos de distintos tamaños. Una risa resonó en la oscuridad.
Mictlantecuhtli (burlón): “¡Así que la Serpiente Emplumada también puede caer!
Entonces Quetzalcóatl se levantó, vuelto a la vida al instante, pero, los huesos ahora estaban rotos.
Mictlantecuhtli (burlón): ¿De qué te sirven? Tal vez debas regresar con las manos vacías.”
Quetzalcóatl (recogiendo los fragmentos): “Si los huesos están rotos, entonces la humanidad será diversa. Cada fragmento será una persona diferente, con una forma propia, pero todos estarán unidos por el sacrificio que hoy hago.”
Quetzalcóatl regresó de su descenso victorioso, habiendo logrado su objetivo a pesar de las trampas de Mictlantecuhtli. Se llevó los huesos a Tamoanchan. Ahí los molió muy bien y los puso en un barreño precioso; luego sobre él se sangró su miembro y dejó caer su sangre.
Enseguida hizo una larga penitencia y como en un acto milagroso, nacieron los maceguales (los nacidos por la penitencia). Así, nosotros somos los hijos del Quinto Sol, los hijos de Quetzalcóatl y también los hijos del Maíz.